viernes, 2 de octubre de 2009

Sin duda, el azul.


Y me mira con esa carita de niña buena, con sus ojos verdes y azules, depende de cómo decida portarse el Sol con ella. A mi, personalmente, me gustan más sus ojos azules, porque cuando llora se le ponen verdes... entonces, prefiero el azul. El azul del cielo, el típico azul de los pijamas de bebé, el del mar sin personalidad que se copia y burla de la inmensidad que tiene encima suya. Me presta su seguridad de vez en cuando, me llena de carcajadas el estómago e incluso hace que explote a veces, porque ella sigue, sigue, y no para, y continúa, hasta que ve que ya no aguanto y mi mandíbula está más que desencajada. Eso es, se ríe y se ríe de verdad, y lo contagia. Y cuando tiene algún día nublado, se esconde, se pregunta y, a veces, llora. Llora, como cualquier humano normal, porque los más fuertes también lo hacen y, ella, concretamente, es fuerte a rabiar. Pero la vida no siempre nos estrecha la mano; de hecho, en muchas ocasiones nos pone la zancadilla. Y si llora, ya lo sabes, se le ponen los ojos verdes, y no me gusta. Yo sólo quiero verla reir. Por eso me quedo con sus ojos azules, porque son los que me enseña cuando es feliz, y cuando ella lo es, yo también lo soy...

No hay nada más bonito.


Menos mal que le hablaba y me escuchaba. Era un alivio saber que, a pesar de todo lo que pasara, aunque el mundo se descompusiera bajo mis pies o el cielo se desquebrajara en mil pedazos, contaría con su voz, con sus ojos atentos, con ese equilibrio que equiparaba toda mi inseguridad y mis días huecos y más sensibles de lo habitual. Contaba con eso, con sentarnos en mitad de la acera para acompañarnos en la tristeza, en la alegría, en los momentos más cotidianos que, simplemente, acababan siendo especiales porque eran compartidos. Y es verdad. No hay nada más bonito en esta vida que caminar sabiendo que hay alguien detrás que te abrazará si te tambaleas...