
Menos mal que le hablaba y me escuchaba. Era un alivio saber que, a pesar de todo lo que pasara, aunque el mundo se descompusiera bajo mis pies o el cielo se desquebrajara en mil pedazos, contaría con su voz, con sus ojos atentos, con ese equilibrio que equiparaba toda mi inseguridad y mis días huecos y más sensibles de lo habitual. Contaba con eso, con sentarnos en mitad de la acera para acompañarnos en la tristeza, en la alegría, en los momentos más cotidianos que, simplemente, acababan siendo especiales porque eran compartidos. Y es verdad. No hay nada más bonito en esta vida que caminar sabiendo que hay alguien detrás que te abrazará si te tambaleas...
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